Domingo, 17 de julio. Esto no es una necrología. Es
un breve testimonio de José Ramón Recalde, de cuya muerte acabo de enterarme.
No puedo afirmar que lo conociera bien. Conocí más a María Teresa Castells, su esposa,
propietaria de mi librería donostiarra de siempre, Lagun. Alguna vez lo vi en
la librería. Él andaba en otros mundos mentales distintos del mío, en el de la
actividad universitaria y en ese otro donde no me gusta nada bañarme, el de la
política activa. ETA estuvo a punto de matarlo. Delante de su casa, allá
arriba, en Igueldo. Ahí es cuando lo empecé a conocer y cuando él empezó a
conocerme a mí. Tengo leída su autobiografía, que publicó Tusquets con el título de Fe de vida y con fotos en el interior. Tuve ocasión
de conversar con él unas cuantas veces. De libros, de Martín Santos (que
por lo visto tenía mala leche), de lugares, de hijos y nietos. Me presentó Los peces de la amargura junto con Maite
Pagaza en el púlpito de Lagun. La librería es pequeña. Los oradores suben
entonces a un altillo y, acodados en el barandal, parlan a la piña de asistentes
que se aprietan en torno a la mesa de novedades. Ya le dije a Maite que no se
pusiera faldas, que el público le podía ver todo desde abajo. José Ramón leyó
un texto redactado al efecto. Lo tengo por ahí. Estas cosas no suelo
tirarlas. Él leía con mala dicción. La bala de ETA (independencia y gora y tal)
le había destrozado la mandíbula. No era fácil entenderlo. Le gustaba hablar y
acaso debatir. Antes que ETA intentara matarlo, el terrorismo ya se había
llevado por delante a otras gentes de izquierda, cosa que parte de la izquierda
española actual parece como que no recuerda. Es domingo, ya lo he dicho al
principio, y en Centroeuropa llueve, no mucho. Incluso tiene pinta de que va a
parar. Algo me consuela comprobar que José Ramón Recalde ha fallecido dentro de los dominios de la senectud, como hombre que logró cumplir su ciclo natural. Hay
un asomo de triunfo, hasta de justicia poética, en el hecho de que sobreviviera
16 años a la bala de ETA.
domingo, 17 de julio de 2016
lunes, 11 de julio de 2016
EL ARTE DE ACUSAR RECIBO
Bienaventurados
estos y los otros, pero sobre todo las personas de buena educación que acusan
recibo. Pido el reino de los cielos para ellas. Me ha sucedido en numerosas
ocasiones. Llega un mensaje. Alguien desea algo de mí. Pongo por caso las
respuestas a un cuestionario, o un texto con ocasión de o para homenajear a, o
una colaboración de unas determinadas características. La petición viene, eso
sí, envuelta en halagos y elogios varios a mi “brillante carrera de escritor” (sic).
Esto siempre ablanda un poco, no lo voy a negar; pero acaso menos de lo que el
peticionario cree. Uno echa otro tipo de cuentas. Un amigo de fiar (por tanto,
un amigo) ha proporcionado mis señas electrónicas a la persona que ahora me
escribe y me pide perdón, con meliflua cortesía, por invadir mi espacio privado
con su solicitud, lo cual es cierto. El reconocimiento de dicha circunstancia
parece indicio de buenas maneras. A mí me convencen más la amabilidad y la
redacción correcta que, por ejemplo, el enchufismo. Total, que cumplo. Para
ello dejo a un lado mis ocupaciones del momento, me tomo el tiempo que haga
falta, envío con puntualidad, incluso con prontitud, lo solicitado. Uno
esperaría... ¿agradecimiento? Me da la risa. Yo me conformo con un simple y
escueto acuse de recibo; no por nada, sino para tener la sensación de que el
asunto está definitivamente cancelado, con la consiguiente satisfacción para
las partes implicadas. En lo que va de año he dejado de merecer un acuse de
recibo tres o cuatro veces. La cosa, al parecer, se está socializando.
Colocaría en la cima del monte de la desconsideración a una estudiante de
periodismo que me endilgó una docena de preguntas. Se las respondí. Ignoro si
le llegaron, si le sirvieron, si las usó. Y, como ella, otros fulanos de los
que en adelante guardaré viva memoria. Porque, eso sí, soy de los que meten el
pie en el hoyo una vez y no más.
viernes, 1 de julio de 2016
BREVE SEMBLANZA DE FRANCISCO BRINES
Días
atrás, con ocasión de la Feria del Libro de Valladolid, coincidí con Francisco
Brines en torno a la mesa de un restaurante. Está el hombre duro de oído, pero
no hasta el extremo de que no se pueda conversar con él. Forma parte de una
generación de poetas que el paso del tiempo ha ido diezmando. En realidad, él es
uno de los últimos supervivientes de dicha generación. Con frecuencia, durante
la cena, acudieron a su boca los nombres de amigos difuntos. Me gustó que no
hablara mal de ningún ausente. En un caso (el de un académico de la RAE que
amonestó a otro por asistir sin corbata a una reunión de los jueves), Brines
tuvo la elegancia de omitir el nombre. Mencionó, sin embargo, a Emilio Lledó,
quien aquel día se despojó de su corbata en señal de solidaridad con el
compañero amonestado.
Me
fijé en que a menudo las palabras de Brines contenían una defensa de la vida.
Eso también me gustó. Los poetas simplemente negativos nunca han gozado de mi
predilección. Yo mastico mejor en compañía de hombres que no se cierran a la
gratitud ni buscan de costumbre inspiración en la amargura o el enfado. Algunos
comensales se dirigían al poeta llamándolo con naturalidad maestro. Esto se
estila mucho en países de Hispanoamérica, donde no se les escatima
reconocimiento ni veneración a los hombres que cultivan la excelencia de
la palabra.
Brines
es taurófilo. Mi padre, fundador de una peña taurina, también lo era. Y mi
abuela, vasca de Asteasu, no se perdía una corrida en la tele. Yo no he contraído esta afición. Comprendo la pasión por los toros. También
comprendo que la gente metida en años vea estas cosas del toreo de modo
distinto a como las vemos e interpretamos los que nos hemos criado en el
ecologismo y la crítica a la explotación sin freno de los recursos naturales.
Así que le lancé al maestro, con el debido afecto, un par de réplicas. Nos congraciamos
compartiendo opinión sobre los malos tratos a los perros.
Le
conté a Brines que en 1978 hice una tentativa por conocerlo. Tras viajar a
Madrid a dedo desde San Sebastián, fui a su casa valiéndome de una nota donde
figuraban sus señas postales. En el portal, hallé su buzón atiborrado de
correspondencia y propaganda. Por desgracia, el poeta no estaba en casa. Siendo época
vacacional, seguramente se habría ido a pasar una temporada de descanso a su
pueblo de la costa levantina. Tampoco logré visitar en aquella ocasión a
Vicente Aleixandre, maestro del maestro.
Durante
la referida cena, Brines me rellenó una tarjeta de mi colección. Le hizo gracia
la pregunta sobre la luna, le pasé un bolígrafo, escribió a mano unas líneas,
por lo que le estoy sumamente agradecido. Las dos manchas de grasa que dejó en
la tarjeta las considero parte de la rúbrica. Nos despedimos, él apoyado en un
bastón, delante del ascensor.
Y
luego yo me pasé la noche entera tratando de adivinar quién sería el académico
que le había afeado a otro académico la falta de corbata. ¡Pues sí que hay
ambientillo en la Academia!
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